martes, 1 de marzo de 2011

"Un examen de rutina" (cuento)



Leía sentada sobre los incómodos asientos metálicos de la sala de espera del centro médico. Pese al frío que le entraba por la espalda, consiguió concentrarse en la lectura de “La joven de la perla” sin dificultad, pues a esas horas de la mañana los pasillos se encontraban bastante despejados y el sonido ambiental era apenas un murmullo que ella agradeció inconscientemente mientras se sumergía en la antigua Holanda que Tracy Chevalier describía con soberbio trazo. Griet se dirigía a la casa del gran pintor barroco Johannes Vermeer a servir como criada envestida de su lozana adolescencia y su pálido rostro, que posteriormente se convertiría en uno de los retratos más afamados del artista.

Por el rabillo del ojo captó que la paciente anterior a ella asomaba su cuerpo por la puerta del box número uno al tiempo que intercambiaba algunas palabras con la enfermera que la acompañaba, a modo de despedida. Su mente aún permanecía en aquel pueblito campestre, divagando entre la plaza del mercado y el canal cargado de barcas que la flanqueaba, y respiraba la placidez de un entorno recogido y familiar donde todo el mundo parecía conocerse y que Griet había recorrido infinidad de veces con sus hermanos, a excepción del barrio papista donde habitaban los pocos católicos de la localidad. Concluida la despedida, la enfermera consultó en silencio una carpeta que llevaba en las manos y acto seguido la nombró en voz alta. Ella cerró el libro, no sin antes curvar hacia dentro la esquina de la página cuarenta y tres, se levantó del incómodo asiento metálico, recogió su bolso y su bufanda del asiento de al lado y entró al box musitando un educado “buenos días”.

El doctor la había derivado a electrocardiograma como control rutinario, uno más de los que llevaba haciéndose desde hacía ya cinco años como prevención. Su madre había fallecido una década atrás de un infarto, a la edad de cincuenta y tres años, y ella había entrado ya a una edad “delicada”, según palabras de su médico personal, y que ameritaba de este tipo de controles con relativa asiduidad. No sólo porque el ataque masivo que matara a su madre hubiese sido un acontecimiento totalmente sorpresivo y sin síntomas previos sino porque además ella presentaba algunas arritmias de origen desconocido que el doctor llevaba ya cinco años evaluando sin haber conseguido llegar a un diagnóstico claro que explicara su razón de ser.

Se desvistió de la cintura para arriba con la parsimonia que entrega el hábito después de haber depositado el libro y el bolso sobre una mesa y colgado el abrigo y la bufanda en una percha que sobresalía de la parte posterior de la puerta. Sintió la camilla fría, pero lo que terminó de erizarle la piel fue el gel que la enfermera fue colocando con profesional maestría alrededor de su pecho izquierdo para luego colocar sobre el mismo las ventosas de los electrodos. La misma operación se repitió en las muñecas y en los tobillos, y ambas sonrieron al unísono cuando el vello de sus brazos se erizó como reacción a la frialdad del gel y las tenazas. La enfermera se disculpó por la ausencia de calefacción en el box y ella correspondió con una sonrisa comprensiva. No había problema, se había practicado el mismo examen numerosas veces en los últimos cinco años y sabía que la sesión apenas duraría unos minutos.

Cerró los ojos y en unos instantes se encontró nuevamente en el pequeño pueblo de Delft, en la puerta de la casa que el gran pintor Vermeer habitaba junto a su esposa, su suegra, sus seis hijos y su criada, y no tuvo dificultad en imaginar las seis pequeñas cabezas rubias y pelirrojas que Griet vislumbró al llegar por primera vez ante ella, ni el canal desde el cual la nueva y joven sirvienta hubo de recuperar, su primer día de trabajo, la jarra que una de las niñas lanzara instantes antes como travieso desquite a una bofetada que Griet le había propinado por maleducada. Tampoco tuvo dificultad ninguna en evocar al pícaro barquero que ayudara a Griet a rescatar la jarra de las aguas del canal pero, para su gran sorpresa, en lugar de acompañarla de regreso a la casa con el recuperado recipiente en las manos, se vio a sí misma subir a la barca de un suave salto, asida de la firme y recia mano del barquero. La mirada transparente que se desprendía de los azules ojos del hombre pareció envolverla largamente, embriagándola con una sensación de plena serenidad que nunca antes había sentido. El agua del canal, cuyo tono verde musgo destacaba bajo el prístino color celeste del cielo, parecía perderse en la distancia allí donde las gaviotas se disputaban las sobras de los puestos de pescado del mercado y donde el mar apenas lograba adivinarse. En ese preciso instante, y mientras la enfermera salía precipitadamente por la puerta en busca de ayuda, ella supo qué había sentido su madre al morir y una lágrima emocionada y agradecida descendió por su rostro al tiempo que su corazón latía por última vez...

Santiago, 10 de Agosto de 2010

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