martes, 1 de marzo de 2011

"Flores secas" (cuento)


Al principio fueron sólo dos o tres florecillas esparcidas bajo el ventanal de la terraza. Estaban marchitas, abandonadas a ese final seco y descolorido de todas las cosas, pero ella ni siquiera reparó en su presencia. Descorrió las lánguidas y pesadas cortinas con parsimonia y se quedó contemplando el frío amanecer de una mañana más de otoño. Fue una hora después, cuando el sol había perdido ya la batalla contra el cielo apagado y gris, y el día comenzaba a emitir esa insinuante humedad de prados verdes y nieblas sedosas y dispersas. Las percibió entre las perezosas brumas del pensamiento, sin distinguirlas, mirándolas sin verlas. Entonces su atención despertó de su indolente letargo y se quedó observándolas con curiosidad, miró el ventanal por el que plausiblemente habían entrado a caballo de alguna suave brisa y sonrió con tristeza: no le gustaban las flores cortadas, las amaba en su sitio, entre espinosos y frondosos arbustos o sobre mantos eternos de hierba húmeda. Pero así no. Odiaba las flores cortadas, quizás porque se encontraban demasiado cerca de la muerte para quererlas mucho tiempo, quizás porque le recordaban que era a ella a quien no le quedaba ya mucho tiempo para amar la vida. Las recogió una por una y las lanzó por la ventana con un movimiento preciso: dentro de su casa no quería flores secas.

Y lo olvidó. El hallazgo de tres flores marchitas no era una anécdota digna de recuerdo ni de pasar a los anales de la historia personal de nadie. A menos que, como ella, se encontrara una semana después con cinco o seis florecillas de iguales características, pequeñas, marchitas, de pétalos acartonados y tallo frágil y reseco, junto a la escalera de acceso a las habitaciones del piso superior. Su mente no relacionó ambos hallazgos, tenía ya setenta y seis años y a esa edad los acontecimientos cercanos se difuminan en el aire en idéntica armonía con que los antiguos se fijan a la memoria como esculturas pétreas e irrompibles; pero al agacharse a recogerlas, se encontró a sí misma repitiendo un gesto casual y repentinamente familiar. Entonces recordó: hacía una semana había recogido dos o tres florecillas al pie del ventanal de la terraza, y ahora tenía seis unos metros más al interior de la casa.

“Ha tenido que ser el viento” – se dijo un poco malhumorada- “está visto que tendré que cerrar las ventanas”.

Y las cerró, no sin antes recoger las seis florecillas mustias y lanzarlas al vacío, como hiciera con sus predecesoras.

Tres días después, al volver de su paseo vespertino, agobiada por la llovizna de finales de mayo, y arrastrando aún la amargura de un paseo solitario y errabundo, se encontró con un pequeño montón de flores secas en mitad de la escalera. Daba la impresión de que alguien las hubiera cortado y transportado entre las manos para acto seguido derramarlas en aquel peldaño de maderas lisas y barnizadas.

Esta vez se sobresaltó. Las ventanas estaban cerradas, la casa en orden, todo era silencio y penumbra, pero era evidente que alguien había estado allí y depositado aquel montículo de florecillas secas en su escalera, y que había estado haciéndolo al menos dos veces, cuando encontró las primeras junto al ventanal y las siguientes varios metros más adentro. Alguien entraba a su casa, estando o no ella en su interior, y depositaba aquellas flores mustias y resecas, cada vez más al interior de la casa, cada vez más arriba. No importaba cómo ni porqué, ni siquiera quién: lo cierto era que entraba.

Aquella noche no durmió. Se sentó en su señorial cama adoselada a esperar pacientemente, sin miedo, sin angustia, sólo a esperar, atenta a cualquier ruido, a cualquier movimiento o cambio sospechoso. Fue una espera infructuosa; mientras veía amanecer a través de las tenues cortinas de su habitación, comenzó a pensar por primera vez en la posibilidad de buscar ayuda. No le quedaban ya muchos amigos ni parientes, pero sí más de uno en quien poder confiar sin el temor de que la mirase con infinita condescendencia y le recomendara contener su novelesca imaginación.

Se levantó de la cama preguntándose si, después de todo, había realmente motivos para alarmarse: unas florecillas resecas y descoloridas no constituían un serio peligro para nadie, pero al abrir la puerta de su habitación, la pregunta se congeló en su mente: a sus pies, y a todo lo largo del pasillo, una alfombra de flores marchitas, más parecidas al papel que a la vida, cubría el suelo con majestuosa elegancia, inundando el aire con el inconfundible y tétrico aroma de las coronas funerarias, el aroma a flores muertas.

Ella emitió un sollozo y, convulsionada por el terror, corrió en dirección a la escalera, percibiendo bajo sus pies descalzos el tacto cortante y acartonado de las flores secas. Al final del pasillo observó que el manto imposible se extendía escaleras abajo y culminaba a los pies del ventanal de cortinas lánguidas. Bajó con cuidado, mareada por el intenso aroma y agarrada a la baranda con manos poco firmes; cogió el teléfono con dedos temblorosos, irresolutos. No hubo nadie que recibiera esa llamada.

Días después, animados por el silencio y la quietud que emanaba la casa, dos niños se introdujeron sin dificultad por el amplio ventanal abierto. El interior estaba tranquilo, ordenado, silencioso... Su aspecto era completamente normal a excepción de... de todas aquellas flores marchitas, a centenares, a miles, cubriendo el suelo de la entrada, de la cocina, del salón, de las escaleras... Los pequeños, sin poder contener su naturaleza curiosa, subieron cautelosamente los peldaños, sintiendo crujir las secas flores a su paso, un crujido inquietante y claramente audible en el oscuro silencio de la casa. Cruzaron el pasillo hablando entre ellos a media voz, ya temerosos, ya asustados frente al estrecho y largo corredor. A escasos metros vieron la puerta abierta de una habitación, se asomaron desde el umbral y penetraron en ella. Todo parecía en orden, en calma, fija cada cosa en su sitio a través del tenue manto de la penumbra. El tiempo detenido a su suerte y el espacio abandonado a la quietud de la soledad. Porque la habitación estaba desierta y no había nada en ella que llamara excepcionalmente la atención, ni siquiera ese otro manto de flores marchitas y tristes depositadas encima de la cama, semiocultas bajo las sábanas, esparcidas entre los pliegues de la almohada y derramadas sobre el alto y vistoso dosel.

Oviedo (España) – Santiago (Chile)

(Julio 1990, Agosto 2003)

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