jueves, 18 de octubre de 2012

Primer capítulo de mi novela "Retazos singulares de una diáspora" (RIL Editores, 2012)

Capítulo I

Hace ya muchos años, treinta y siete para ser exactos, Paulina Aresti Toledo vivió en un kibbutz. Éste se encontraba en el norte de Israel - en las proximidades de Afula y Nazareth - y estaba ubicado en los terrenos de un antiguo campo de entrenamiento del ejército británico en épocas en que aquella zona del Oriente Medio era colonia de Inglaterra. Corría el año 1974, uno después del golpe de estado en Chile que obligó a una entonces infante Paulina, a sus padres y a su hermana menor a abandonar su país de origen y los catapultó a la categoría de exiliados, palabra que la niña tardaría muchos años en comprender a cabalidad y que otorgaría a su existencia un sello indeleble. Sin darle apenas tiempo para asimilar la inminente realidad que se avecinaba, Israel pasó a ser, de la noche a la mañana, su nueva patria y el kibbutz su nuevo hogar. El país, en todo caso, no le era ajeno ni lejano; no en vano sus tíos Rodrigo y David, hermanos menores de su madre, habían hecho aliá apenas unos años antes: Rodrigo (rebautizado Itamar al llegar a Israel) en 1971 y David al año siguiente. Por otro lado, Paulina y su hermana, Valeria, estudiaban en el Colegio Hebreo de Viña del Mar y aunque Iñaki, su padre, era agnóstico y Patricia, su madre, una militante comunista atea, también sabía que su abuelo materno era judío, razón por la cual insistiera en que sus nietas estudiaran en dicho establecimiento escolar. El concepto de judaísmo, en todo caso, le era a Paulina, criada en libertad de pensamiento y de culto, tan vago y abstracto como el comunismo de su madre o el agnosticismo de su padre; a los nueve años, el mundo adulto está sobrecargado de nociones tan grandilocuentes como ambiguas, y ella no era un niña intelectualmente precoz por lo que vivía su infantil existencia con la candidez e ingenuidad correspondientes a sus cortos años. 
 
Así las cosas, casi podría decirse que no habría nada de sorprendente en que Paulina, hace exactamente treinta y siete años atrás, llegara al kibbutz Mishmar Haemek.

El país los recibió una cálida noche de Agosto, pleno verano en un Israel que Paulina percibió caluroso y húmedo nada más bajar del avión, y que le impregnó el sentido del olfato con un olor nuevo, mezcla de una flora y especias aromáticas que desconocía y que le otorgaba identidad propia al aire que respiraba. Con el cabello y las camisetas pegadas al cuerpo por el calor reinante, la niña, sus padres y su hermana abandonaron el aeropuerto escoltados por personal de la Sojnut, agencia judía de inmigración, tras el consabido trámite de aduanas y seguridad interior. En medio de una multitud de pasajeros variada y cosmopolita, subieron a una furgoneta que los transportó hasta el kibbutz, travesía que a las menores se les hizo corta pues durmieron buena parte de la misma, agotadas por el viaje transoceánico. El vehículo se detuvo a un costado del jadar haojel, comedor comunitario, y cuando la puerta lateral de la furgoneta se abrió con un golpe seco que la despertó, lo primero que Paulina, recostada sobre las rodillas de su padre, divisó al abrir los ojos fue el cuerpo de su madre iniciar el descenso y la cabeza asomada de David, el menor de sus hermanos, quien se abalanzaba sobre ella para abrazarla al mismo tiempo que le decía:
    • ¡Me caso, Paty, y renunció Nixon!
Aquellas palabras, pronunciadas desde la espontaneidad del momento, hacían referencia directa al reciente escándalo de Watergate en Estados Unidos y al próximo enlace matrimonial del tío David, y pasaron a formar parte de la crónica familiar como una de las bienvenidas más originales que sus miembros recordaran en su larga historia de separaciones y reencuentros. 
 
Junto a David se encontraban otros familiares, arribados al kibbutz un par de meses antes, exiliados también por la dictadura de Augusto Pinochet. Todos procedieron en alegre desorden a recibir a los recién llegados con exclamaciones de júbilo y abrazos apretados, sonrientes y emocionados. Paulina notó de inmediato que tanto sus tíos como sus primos lucían sus cuerpos muy tostados; muy pronto también ella experimentaría en su piel la fuerza ancestral del sol impertérrito de Tierra Santa y las peculiaridades de un clima muy distinto al de su Valparaíso natal. 
 
Ahí estaban las tías Lorena y Ruty, hermanas de la mamá, y el tío Arturo, esposo de la tía Lorena. Y los primos Camila y Andrés, hijos de la tía Lore, y la pequeña Moni, hija de la tía Ruty. El gran ausente aquella noche de reencuentros fue el tío Itamar, quien se encontraba en la Tsavá, ejército israelí, cumpliendo con su servicio militar obligatorio. El tío David se encontraba en esos momentos de permiso, de ahí su presencia en el kibbutz el día de la llegada de los Aresti Toledo a Israel. Entre todos se hicieron cargo del equipaje y, tras despedirse del conductor, iniciaron el ascenso por el serpenteante sendero que conducía desde el jadar haojel al Merkaz Klitá, Centro de Absorción, donde se encontraban las viviendas de los olim jadashim, emigrantes judíos. Salvo por la presencia de la familia, aquella zona del kibbutz aparecía bastante solitaria aquella noche; por lo visto, las presentaciones al personal encargado de recibir formalmente a los nuevos olim podían esperar al día siguiente.

Paulina recordaría el resto de su vida ese momento con lujo de detalles, al igual que las sensaciones que colmaron su alma de niña mientras, rodeada de los sonidos, la húmeda calidez y los aromas nocturnos de su nuevo entorno, escuchaba excitada las palabras atropelladas de sus primos describiéndoles a ella y a su hermana los edificios y parques de juego que encontraban a su paso y explicándoles la enorme cantidad de cosas entretenidas que podían hacerse en el kibbutz. Paulina y Andrés habían nacido el mismo año, mientras que Valeria era tres años menor y Camila tres mayor que su hermano y su prima. La pequeña Moni tenía apenas dos años y en ese momento era transportada sobre la cadera de Ruty, su madre, que conversaba animadamente al interior del grupo familiar adulto; éste avanzaba varios pasos por detrás de los niños e intercambiaba información sobre parientes y amigos dejados atrás, al otro lado del Atlántico.
    • ¿Y cómo quedó mi mamy? ¿Y mi papy, sigue preso en Ritoque?
    • Itamar llega en una semana, más o menos, está en los altos del Golán...
    • Iñaki, ¿ha habido alguna novedad sobre Aitor?
    • Ojalá puedan venir pronto a Megido, para que conozcan a Efrat...
    • ¿Supieron algo de Carlitos Horowitz? Su familia aquí sigue sin tener noticias suyas...
Unos cincuenta metros más arriba, Paulina, Camila, Andrés y Valeria, precedidos por los adultos, arribaron al Merkaz Klitá. Éste consistía en un conjunto de edificios bajos de cuatro departamentos cada uno, comunicados entre sí por senderos de cemento y rodeados de impolutas extensiones de césped bien cuidado. La mayor parte de las viviendas se encontraba al margen izquierdo del camino asfaltado por el que circulaban los vehículos que llegaban hasta el Centro de Absorción, y desde el cual, detrás de unos altos setos de arbustos, podía divisarse un vasto campo de cultivo de naranjos y girasoles. Paulina atesoraría en su memoria los momentos felices vividos junto a sus primos y a su hermana jugando en traje de baño, corriendo sobre el pasto entre los aspersores de riego que los empapaban y refrescaban del sol ardiente del verano israelí, o las plácidas ocasiones en que por las tardes, echados sobre una toalla o una manta, descansaban de las tareas laborales y escolares en compañía de su madre y de sus tías o vigilados por las profesoras.
Según les iban explicando Camila y Andrés a sus primas, el primer edificio que encontraron a mano izquierda, ya situados en el sendero de entrada al Merkaz, era el que ocupaban la lavandería (a cargo de una señora rusa muy gorda y ya entrada en años llamada Mania y que se desplazaba por el kibbutz sobre un triciclo de reparto a batería, toda una tentación para niños ávidos de aventuras) y la oficina de la administración del Merkaz, situadas en el primer piso. En el segundo piso se encontraban las dos salas que funcionaban como colegio de los hijos de los olim.

- Nosotros con Andrés fuimos a clases como un mes y ya salimos de vacaciones – comentó Camila a sus primas.- En el kibbutz hay niños de distintos países; algunos son pesados pero la mayoría son simpáticos. Andrés ya les enseñó garabatos chilenos a varios de ellos; el que más les gusta es “pishiula”.

Las primas rieron con ganas la confidencia mientras el aludido se sonrojaba y mascullaba una excusa inventada a la rápida. Camila, imbuida en su papel de prima mayor, explicó a Paulina y Valeria que como ellos habían alcanzado a asistir sólo al último mes y medio de clases impartido el curso anterior, en Septiembre entrarían al colegio nuevamente, con ellas. Por esta razón, los dos niños ya dominaban los rudimentos del idioma hebreo, del cual Paulina era capaz de reproducir apenas algunas frases de sus dos años de estudio en el Colegio en Viña. Valeria, por su parte y con apenas 6 años de edad, no había tenido tiempo de aprender nada más sofisticado que “shalom” y sólo sabía que con esa palabra podía saludar y despedirse, pero ignoraba que su significado original era “paz”, palabra que dados los eternos conflictos de Oriente Medio resultaba ser de un valor incalculable y demasiadas veces incomprendido e ignorado.

Pasados los tres primeros edificios, el grupo de adultos se detuvo y se fusionó al de los niños: habían llegado al nuevo hogar de la familia Aresti Toledo. El jeder, habitación, se encontraba en el primer piso, a mano izquierda de la escalera de acceso al piso superior. Superados tres largos peldaños, se llegaba a una amplia mirpeset, porche, que de noche y con la luz encendida se poblaba de una fauna inverosímil de pequeños reptiles e insectos de todo tipo y aspecto, siendo el que más divertía y asustaba a la vez a Paulina un enorme escarabajo redondo, de color marrón oscuro, que rebotaba contra las paredes y la ventana sin orden ni concierto, y que parecía jugar a la pelota vasca consigo mismo. En las ocasiones en que olvidaban apagar la luz, siempre había al regreso dos ó tres de aquellos especímenes chocando a toda velocidad de un lado a otro; Paulina optaba entonces por entrar a su casa corriendo, el corazón a mil, con los ojos entrecerrados y eludiendo ágilmente los torpes y alocados vuelos del peculiar insecto. 
 
Una vez atravesado el umbral de la puerta de entrada, la familia se encontró con una espaciosa habitación a mano derecha, una más pequeña al frente y una diminuta cocina a mano izquierda, a cuyo lado se encontraba la puerta del baño, que contaba con una ducha, un WC y un lavatorio. La habitación grande disponía de una cama de dos plazas, un escritorio, una mesa mediana y un par de sillas, mientras que la más pequeña tenía un armario empotrado de pared a pared y dos camas individuales. Obviamente se esperaba a un familia de cuatro miembros y el jeder disponía de lo estrictamente necesario para acomodarlos. Todos los artículos de primera necesidad que no trajeran en sus equipajes y requirieran más adelante, les serían proporcionados por el kibbutz.

Ajena a las reflexiones de sus padres, que iniciaban su exilio en un mundo tan foráneo y diverso como aquél y que, presumiblemente, estarían viviendo juntos un desconcierto e inquietud inevitables en aquellas circunstancias, Paulina durmió aquella noche profundamente, agotada por el viaje y el cúmulo de sensaciones vividas en las últimas horas, no sin antes revisar con comprensible desconfianza la rejilla plástica que, debido al calor imperante, cubría la ventana abierta de la habitación que compartiría con su hermana.
- Esa rejilla es para que no se metan insectos y serpientes en el jeder – le había susurrado tétricamente Andrés al oído al momento de darse mutuamente las buenas noches.

Israel comenzaba a sentirse como la mayor y más excitante aventura que Paulina viviera jamás hasta ese momento y quizás en toda su historia personal posterior.

Extracto de la presentación de mi novela "Retazos singulares de una diáspora"

http://www.youtube.com/watch?v=oM0nBSZrbJo

lunes, 16 de enero de 2012

Manifiesto...


De joven, tenía todo muy claro. A mis veinticinco años, no dudaba, sabía exactamente lo que quería y si no sabía cómo lograrlo lo descubría. No le temía al factor sorpresa ni a las consecuencias, me sentía perfectamente capaz de enfrentar cualquier obstáculo que se opusiera a mis anhelos. Confiaba en mi intelecto y no cultivaba con demasiado interés mi intuición, pues consideraba que mi inteligencia era el arma más poderosa que podía utilizar contra las diatribas que la vida me presentara. Me sentía fuerte, decidida y hasta temeraria. Todo tenía solución y todo era posible, sólo había que encontrar la llave que abriera la siguiente puerta y de ahí el recoveco que me llevara hacia el siguiente sendero. Y siempre, después del túnel, venía la luz. El tiempo transcurría sin que yo lo notara, y muy raramente (por no decir nunca) me dedicaba a hacer balance. Era tenaz, apasionada, vehemente, y obstinada cuando lo sentía necesario. Y si bien intentaba tener presentes los sentimientos o intereses de otras personas de mi alrededor en el caso de que mis acciones los afectaran de algún modo, era más bien torpe a la hora de reconocerlos y no siempre acertaba. Amaba con pasión y odiaba con la fuerza del trueno. Era un diamante en bruto, con muchas aristas por pulir, y poseedora de una energía que entonces parecía inagotable. Construía sin saber que lo estaba haciendo, y aunque no todo lo que entonces edifiqué en mi cuerpo y en mi espíritu se mantuvo en el tiempo, el recuerdo de todas esas hazañas son parte indeleble de mi vida.


Hoy, a mis cuarenta y seis años descubro que la mayoría de los seres humanos podría describirse, a los veinticinco, exactamente igual a como lo he hecho más arriba. Y que todos, sin excepción, superados los cuarenta, somos auténticos sobrevivientes de esos años... El resultado acrisolado de una época de candor y determinación, muchas veces ciegos, que finalmente ha apaciguado el fuego con experiencia y alimentado el amor a la vida con intuición y con mayor entendimiento. No tengo todas las respuestas, pero ya no me molestan las preguntas. Sé, socráticamente, que nada sé, pero he aprendido a ser feliz entre el desconcierto y el descubrimiento. Amo con mayor ternura, aunque la pasión persiste bajo la piel con intensidad de flor que se sabe frágil. Valoro la vida tal como es, porque sé que es apenas un suspiro en la inmensidad del Cosmos. No me planteo grandes metas ni aspiro a salvar el mundo, pues ya sé que, de alguna misteriosa manera, contribuyo a la felicidad de alguien, aunque al mismo tiempo le provoque úlceras a más de uno. No me interesa que me comprendan, ya no es una de mis grandes aspiraciones, pero disfruto abriendo mis canales de conocimiento y me alegra saber que alguien lee mis escritos, porque la comunicación con el otro (y llegar a ser uno en ese momento sublime que es sentirse contectado a alguien o a algo y que suele durar muy poco) es aún motivo de sorpresas y aprendizajes para mí. Sigo teniendo un alto respeto por mi inteligencia, pero ahora privilegio los dictados de mi corazón y de mi intuición. He amado, pensado, sentido, reído, llorado, leído, escrito, escuchado, hablado y elucubrado hasta la saciedad, pero sé que aún me queda un largo camino de vivencias y sensaciones, y pienso disfrutarlo minuto a minuto...


Santiago, 16 de Enero de 2012