lunes, 27 de octubre de 2014

"La sobreviviente"


Una tórrida mañana cualquiera en Tel Aviv, a principios de Junio. Me dirijo a mis clases de hebreo en el Ulpan Akademai. Mi hija ha quedado ya a buen recaudo en su gan (jardín infantil) y yo repaso mentalmente el texto que deberé disertar ante mis compañeros, la mayoría procedentes de la ex-Unión Soviética. El autobús llega repleto, como siempre a esas horas de la mañana. Una aleación de cuerpos jóvenes y viejos, en ropa ligera y manga corta, pues todos sabemos que si ya hace calor a esas horas, más tarde estaremos sudando la gota gorda.

Me acomodo junto a otros pasajeros, de pie, tomada del pasamano más cercano. No anticipo nada especial para ese día: mis clases, la interesante y agradable interacción con mis compañeros, el regreso a casa a la hora del almuerzo, el descanso escuchando música o viendo noticias junto a mi hermana para luego ponernos en marcha al gan, donde recogemos a mi niña y paseamos por la Nahalat Beniamin y sus alrededores. Un día más, una mañana más.

Hasta que mis ojos se posan en un brazo. El de la mujer que está de pie junto a mí, agarrada del respaldo del asiento ocupado que tiene frente a ella. Un brazo de persona anciana, delgado, muy delgado, pálido, arrugado, más cercano a la blanca pátina de la muerte que al cálido fulgor de la vida. Un brazo viejo, común e irrelevante... salvo por esos números tatuados en tinta azul perenne.

Mis ojos se clavan por largos segundos sobre aquella visión, trasladando mi mente hacia otras visiones fáciles de imaginar e innecesarias de reproducir. El arraigado sentido de la buena educación me sacude y me obliga a mirar hacia otro lado, con el fin de no importunar a la dueña de aquel brazo, de aquellos números que un día incrustaron en su piel joven y lozana, como preámbulo de lo que, probablemente, sería la experiencia más aterradora e inolvidable de su vida.

Mi curiosidad se reactiva. Debo mirar su rostro. Debo ver sus ojos, su mirada... La cercanía impuesta por el autobús lleno de pasajeros y el recorrido, largo hasta mi destino (y, esperaba, el de ella) eran mis más preciados cómplices. Tenía tiempo para contener mis impulsos y, pacientemente, encontrar el mejor movimiento para contemplar, con el mayor disimulo posible, ese rostro que se encontraba a apenas unos centímetros de mí, a mi derecha.

No fue tan difícil. Apenas unos segundos después, ahí estaba. Pelo canoso, vetado en blanco y gris plata; rostro muy blanco, surcado por arrugas, nariz pequeña y labios marchitos. Y en sus pequeños ojos azules, una mirada adusta y lejana, esperable en quien ha pisado el infierno y ha vuelto para contarlo, pero no desea hacerlo. 

Allí, de pie, en esa Tel Aviv maravillosa pero también cruel, que le niega el asiento del autobús a una sobreviviente del Holocausto...

Santiago, 27 de Octubre de 2014

sábado, 19 de julio de 2014

Una reflexión de mujer, a propósito de un mundo de hombres...

Quizás me acusen de no ser objetiva por lo que voy a pasar a exponer, pues soy mujer, pero lo cierto es que cuanto más pienso en esto, más me convenzo de su realidad.

La naturaleza masculina se acerca al mundo que lo rodea desde la comprensión, el entendimiento, el raciocinio. La naturaleza femenina, por el contrario, lo hace a través de la aceptación, la comprehensión, la tolerancia y las emociones. La comprensión y el entendimiento significan poder y control, pues el conocimiento de las cosas nos permite control y dominio sobre ellas (y las personas) La aceptación, la comprehensión y las emociones, por el contrario, significan paridad, igualdad, nadie es más que otros ni nadie es mejor que otros, y si lo es (en términos de poseer talentos o cualidades relevantes), se acepta como una característica que, finalmente, redundará en el bienestar general. El conocimiento lleva a la competencia (“yo sé más o menos que el otro, lo que me pone en posición de superioridad o inferioridad”), al control (“con lo que sé, domino esta situación por encima de otros”) y, fácilmente, a la agresión, pues en la posición de poder no caben todos. La aceptación lleva a la igualdad (“todos somos igual de importantes”), a la justicia (“todos somos iguales, así que tenemos los mismos derechos”) y a la armonía social, pues bajo estas premisas, todos cabemos en el mundo por igual.

Sumemos a esto que la testosterona (y esto es una verdad científica) es una hormona que predispone a la violencia mientras que la progesterona inhibe los impulsos agresivos.

Desde que el mundo es mundo, hemos estado, sobre todo, dirigidos por hombres, y eso incluye el presente. O por mujeres que se han rendido al modelo masculino y han decidido ser protagonistas bajo sus mismos parámetros agresivos, dominantes y competitivos. Basta echar un vistazo a la Historia de la Humanidad para ver cómo las guerras, las masacres, las torturas, los genocidios y otras decenas de eventos violentos han marcado los fenómenos sociales y políticos. ¿Sería lo mismo si las mujeres, dejando de lado el modelo masculino de interacción personal y social, tomáramos las riendas de este mundo? Yo creo, fervientemente, que no. Creo que, respetando nuestra naturaleza gestadora de vida, afectiva, tolerante, no competitiva, integradora y comprehensiva (y no por ello menos inteligente), como dirigentes del mundo, las mujeres haríamos un trabajo mucho mejor...