martes, 1 de marzo de 2011

"Pepita"


Cuando Ilse, la madre de los Agosin, me ofreció unos muebles que se había conseguido con una pareja de argentinos que se iban de Tel Aviv, se los recibí encantada. Recién llegada al departamento nuevo, que encima tenía unas habitaciones gigantescas - dos solamente, pero tan grandes como un salón comedor cada una - y con tantos espacios vacíos y paredes blancas que rellenar, no pude menos que agradecer una cama matrimonial, un estante y un armarito blanco al que alguien, con buena mano para el dibujo, había pintado un bello rostro de mujer rodeado por un arcoiris y numerosas flores multicolores, máxime cuando hacía apenas unos meses que había llegado a Israel y me encontraba más pobre que las ratas, pues el subsidio de la Misrad Haklitá – Ministerio de Absorción – me permitía arrendar, comer y poco más, por lo que no tenía muebles propios, salvo unos pocos que me habían regalado mis abuelos y que me había traído desde Holon en la camioneta basurosa de mi tío Avi.

En todo caso, lo que más útil me resultó fue la cama y el estante, pues el departamento contaba con amplísimos armarios empotrados, por lo que el armarito blanco de bella factura pictórica terminó en la terraza, como lugar de resguardo de escobas, fregonas, útiles de limpieza y algún que otro juguete de mi hija, que a la sazón contaba con cuatro años de edad y tenía más juguetes que el mercado persa de Santiago, porque por pobre que una sea, nunca falta la abuela, el bisabuelo, la tía o el amigo que vienen de visita y le traen algo a la niña, como si fuera inspiración de ellos aparecerse con algo para la reina de la casa y obligación de una tener donde guardarlos. Lo que no imaginaba en ese momento era el fin y destino que dicho armarito tendría en un futuro próximo...

El hecho es que un par de meses después, Itzjak, mi amigo judío español de Vallecas (sí, aunque no lo crean, eso existe), de profesión jardinero y shutaf, o sea, compañero de departamento, de Ron, vino a visitarme una de esas tardes lánguidas y calurosas del verano en Tel Aviv y se entusiasmó con el susodicho armarito. Sabiendo que también él tenía que cuidar al dedillo los shkalim con los que a duras penas llegaba a fin de mes (y más siendo judío; los judíos, como todo el mundo sabe, cuidamos mucho nuestros shkalim, pesos, dólares, euros o la moneda al uso en cada país donde indefectiblemente nos encontramos), no me hice de rogar demasiado; además, me explicó que las dimensiones del armarito le habían dado una idea luminosa y quería ponerla en práctica; no me explicó en qué consistía la idea, pero yo supuse que se trataba simplemente de guardar algo del tamaño justo del mueblecito (¿para qué más podía ser, sino para guardar algo?) y no ahondé en mayores indagaciones. En todo caso, el armarito lo había recibido como regalo y, si bien el generoso gesto de Ilse fue siempre apropiadamente valorado, lo cierto es que más me hacía bulto que otra cosa en la terraza, por lo que se lo cedí a Itzjak sin grandes cuestionamientos ni condiciones: ser judía también significa ser buen amiga (algo bueno hay que tener, diría el lector malicioso)

En fin, Itzjak llegó esa misma tarde de vuelta con Ron y entre los dos se llevaron el armarito y, de propina, un sillón inmenso que me estaba haciendo espacio (por no decir estorbando) a la entrada de mi departamento, otra donación de amistades afectuosas, cosa que en Israel, al menos entre latinoamericanos, nunca falta.

El tiempo pasó cual madeja de lana en manos de mi abuela (metáfora que significa algo así como soplado, pues mi abuela teje a unas velocidades alucinantes, casi tan rápido como la abuelita de Piolín), y otra de esas tardes soleadas y calurosas del verano en Tel Aviv, esta vez, y acompañada de mi pequeñita, me presenté yo en el departamento de Itzjak y Ron, con la plácida intención de visitarlos y saber de ellos. Itzjak se encontraba solo, y se alegró mucho de verme; nos ofreció bebida y nos sentamos cómodamente en el sofá inmenso que se habían llevado de mi casa semanas atrás con Ron, mientras Luna miraba dibujitos en la TV, aferrada a su vaso de Coca-Cola. En eso estábamos cuando Itzjak, muy ufano, me contó que ya le había dado el uso que deseaba al armarito, y que estaba muy satisfecho con el resultado. Me condujo hasta su habitación y así fue como conocí a “Pepita”. Itzjak abrió de par en par las puertas multicolores y de esa manera pude observar que había colocado una bombilla colgando del techo del menudo mueble y, bajo ésta, una alta y frondosa planta de marihuana ofrecía su cabellera verde y desordenada a los ojos del espectador. Itzjak me la presentó como “Pepita” (como si de una mascota regalona y querendona se tratara) y me relató, muy contento, el proceso de plantación y crecimiento del polémico vegetal, del cual estaba muy orgulloso, pues a la vista saltaba que el tratamiento de protección y luz dentro del armarito había dado excelentes frutos. En un primer momento quedé pasmada, pues a la mente, y en tropel, se me vinieron varias imágenes ligadas a policías entrando como una tromba al departamento de Ron e Itzjak, puertas metálicas cerrándose tras las espaldas de mi amigo jardinero en las dependencias del Beit Sohar (cárcel) de Tel Aviv, guardias de espíritu y rostros hoscos conduciendo a mi amigo delante de un juez, etcétera. Pero el susto no me duró mucho, la verdad es que la planta era muy bella, vistosa y llamativa, y casi me dieron ganas de pedirle una matita, con la que, con fortuna y esfuerzo, tener mi propia planta de marihuana en casa, pero afortunadamente la sensatez me atacó de súbito y no planteé a Itzjak mi peregrina (y peligrosa) solicitud. Además, nunca he tenido el famoso “pulgar verde” que tanto se nos atribuye a los Tauro, por lo que, con toda probabilidad, la matita habría fallecido inopinada e inevitablemente a los pocos días.

Es el caso que en virtud de delicados manejos, cuidados y atenciones que sólo un jardinero profesional conoce y puede brindar a sus pimpollos, Pepita pronto estuvo cercada, a ambos lados y dentro siempre de la protección y el secreto del armarito, por dos hermosas hermanas, que desbordaban frondosidad por cada hojita pentacular y belleza a través de su verde cabellera desordenada... Al menos, eso es lo que alcancé a ver la siguiente vez que visité el departamento de Itzjak y Ron, pues seguramente la producción de marihuana avanzaba de manera tan desbordada como alarmante y lo más probable era que en un tiempo mínimo mis amigos tuvieran ya toda una plantación en su departamento de la rejov Gruzenberg. Expresé mis aprensiones y temores a Itzjak, pero éste se encogió de hombros y me echó una mirada cómplice y pícara, en un claro entender de que poco o nada le interesaba la opinión de la policía israelí al respecto y menos aún la de la Misrad Hamishpatim (Ministerio de Justicia israelí)

En fin, la vida parecía sonreír a Itzjak y a su peculiar familia vegetal, creciendo frondosa y exuberante al interior del pequeño armario, regalo de la nunca bien ponderada Ilse Agosin, samaritana de latinoamericanos naufragados en Tel-Aviv.

Estuve largo tiempo sin saber de Itzjak y Ron, hasta que un día me encontré por casualidad con mi amigo jardinero en la Nahalat Beniamín. Itzjak me saludó tan afectuosamente como siempre, parecía que nada fuera de lo común ocurría pues nada en su expresión permitía deducir la verdadera catástrofe acontecida en su departamento hacía unas semanas: la policía, inspirada quizás por alguna nefasta indiscreción o guiada por un directo y malvado chivatazo, había aparecido de súbito una tarde y entrado a saco en el departamento, encontrando a Pepita y sus hermanas ocultas y felices en el interior del armarito y las había decomisado, no sin antes prender a Iztjak, que se encontraba solo en casa, y conducirlo con carácter de urgencia y en calidad de bulto a la comisaría. La policía no dejó nada, ni un triste cabello verde de tan soberbias, frescas y lozanas cabelleras. Itzjak me contó todo esto con aire de fastidio, pero sin alterarse gran cosa, “no me quedó ni para liarme un porro” fue su comentario de más grueso calibre. Tenía cita con el juez para una semana después y ya estaba empezando a elaborar el cuento que iba a soltarle, si bien tenía claro que usía no iba a ser especialmente benevolente, pues tanto el consumo como la venta de marihuana en Israel están prohibidas, y el ser juzgado por tráfico podía representar a Itzjak una buena temporadita en la cárcel cosa que, en todo caso, no parecía mortificarlo. “No sería la primera vez”, reía divertido. En fin.

Lo que es yo, no pude evitar sentir cierta tristeza por el fin de Pepita y sus hermanas. Imaginar tanta belleza natural destruidas por la bota policial o por el fuego resultaba penoso. No en vano, se trataba de plantas de bella factura, y no pude menos que lamentar su pérdida, rememorando la frescura y vitalidad de tan hermosas matas de marihuana al interior del armarito de Ilse Agosin, quien nunca llegó a saber el destino que su amable donación había tenido.

Santiago de Chile

(Octubre, 2004)

(Nota: Relato basado en hechos reales y con cambio absoluto de los nombres de los verdaderos implicados)

2 comentarios:

  1. qué cosas... mucho debe haber fardado de plantita Itzjak, para que haya llegado la policía. entretenida anécdota, que me imagino no ha sido tanto para el "inconsulto" dueño de Pepita.

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  2. Según él, fue un chivatazo de algún vecino o alguien que les compró "material" y luego se fue de la lengua, jeje... ;) En fin, son los riesgos de la "profesión"... ;) Nunca supe si cumplió o no condena por este tema; ya bastante fastidiado estaba porque le cerraron el "negocio", jaja! ;)
    Besos! xxx

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