
“...y que la vida es mucho más que esa procesión de horas que se te vienen por delante y que te sientes incapaz de llenar de forma constructiva y positiva...” Gabriela leyó por enésima vez la frase y suspiró. Ese y otro sinfín de pensamientos eran su último intento por rescatar lo poco que le quedaba de sus ganas de vivir. El lápiz y el papel un medio un tanto anticuado pero aún eficiente en su arcaica utilidad, y un sinnúmero de ideas y reflexiones positivas y vivificadoras que, sin embargo, no conseguía hilar de forma convincente. No, estaba en medio de una de sus nunca bien ponderadas crisis existenciales, y ni esa frase ni las otras que conseguía, a tirabuzones, sonsacar de su abotagada y agotada cabeza, conseguían formar un todo satisfactorio, pleno, y se quedaban en una mera parodia de su vida y sus sensaciones. Y no es que tuviera la irrevocable decisión de matarse, pero esta idea, que para muchos sería algo peregrino e, incluso, enfermizo, a ella la había estado visitando bastante a menudo el último tiempo, llevándola a concebir escenarios y fórmulas del más variado tipo, lo cual, si bien hasta ahora no había fructificado en ninguna acción definitiva, sí había sido un pasatiempo más o menos recurrente de sus sobremesas, sentada bajo el quitasol del jardín, acompañada de alguna bebida gaseosa de sabor agridulce y fácil digestión...
Gabriela levantó la hoja de papel y la miró al trasluz, esperando quizás que alguna musa inspiradora trajese a su mente una nueva idea optimista, pero lo máximo a lo que llegó fue a quedarse estática frente a la sempiterna frase, releyéndola por décima vez. La frase no era tan positiva, después de todo, pues si bien exaltaba la vida cuantitativa y cualitativamente en ese “mucho más”, también mostraba una realidad penosa que su tedio infinito y su apatía galopante no conseguían desvirtuar: si bien existía en ella la voluntad de hacer algo positivo con su vida, lo cierto es que no veía dirección ni sentido para ello. Ya nada le resultaba especialmente interesante ni atractivo, y el sólo hecho de tener que cumplir cada día con la rutina en que consistía su diario vivir era el pensamiento más negro que su desánimo podía encontrar para consolidarse.
Lo agudo del asunto es que, en esencia, Gabriela no tenía nada de qué preocuparse, pero quizás precisamente en ello residía el mayor problema. Necesitaba un rumbo concreto hacia el cual orientar su vida de privilegiada dueña de casa encerrada en una villa elegante y tranquila, sin amistades en la ciudad a las que visitar, sin compras ni trámites que hacer, alejada de su familia por las distancias abismales de quien vive en medio del desierto, y sin más entretenimiento que la televisión, algunas lecturas y salir a deambular por las soleadas y bastante anodinas (cuando el desánimo se instala como marmórea losa en el alma demasiadas cosas se vuelven anodinas por el solo hecho de existir) calles copiapinas. Allí, a solas con su alma adormecida, rememoraba lo que había sido su existencia hacía apenas un año, entre las elegantes casas de la zona noreste de Santiago. Cuando se fue a vivir a La Dehesa el sólo destino brillaba lo suficientemente refulgente como para enceguecerla a ella y a sus más modestos parientes, todos ellos afincados más al occidente y al sur de la capital. Ceguera deslumbrada que duró apenas un pestañeo pues, a los pocos meses de la mudanza, su esposo le informó de grandes cambios en la empresa en la que trabajaba, donde los rumores de traslado hacia la región de Atacama se hacían cada día más firmes. Rumores que, finalmente, se hicieron efectivos.
Quizás lo justo sería decir que, no teniendo de qué preocuparse, el vacío existencial que sentía era mera consecuencia de su frivolidad y la insustancialidad que la vida, con sus aciertos y desaciertos, le provocaba. Gabriela nunca fue una persona dada a tomarse las cosas con demasiada seriedad, por ello la sorprendió tanto descubrir cuán profundamente estaba calando en su espíritu esa apatía y esa desalentadora indiferencia hacia su propia vida. Quizás, después de todo, siempre había estado ahí, pero en una ciudad cargada de estímulos como Santiago y una vida social activa, su depresión no había tenido el espacio ni el tiempo para manifestarse y sólo al encontrarse sola consigo misma halló la vía propicia para no sólo aparecer sino adueñarse por completo de su cuerpo y de su esencia vital.
Miró la hoja de papel de nuevo pensando en cuán sencillo sería simplemente cerrar los ojos y dejar de existir. Si sólo dependiera de ello, hacía mucho tiempo que habría abandonado este mundo. ¿Alguna vez había tenido sueños, inquietudes, pasiones? Ya no lo recordaba. Una lágrima descendió por su mejilla y ella la dejó transitar y caer hasta su mano, sin detenerla. Qué sentido habría tenido...
Santiago, Marzo de 2011