viernes, 8 de julio de 2011

"Una mala noche" (relato breve)

El día que enterramos a Miguel en aquel descampado el tiempo no podía haber estado más inclemente. Llovía a cántaros y el viento azotaba con ráfagas furiosas los desgreñados arbustos que rodeaban la fosa que cavábamos. Con semejante tormenta, esperar la pálida complicidad de la luna era una presunción ilusa: plena noche y bajo aquellas condiciones climáticas adversas apenas si percibíamos el reflejo de las palas o el brillo de nuestras cabezas empapadas. Por supuesto, dada la precipitación con que debimos emprender el improvisado funeral, ninguno de nosotros portaba una linterna. Ninguno de nosotros esperaba que Miguel muriera y menos de la forma en que murió, aunque dada la urgencia con que debimos deshacernos del cadáver, esto último era lo de menos. Lo peor de todo era la sensación irritante de que la tierra, convertida en una masa de barro inmanejable, se confabulaba con la lluvia para hacer de nuestro ya aciago trabajo una labor intolerable. Cada palada parecía perderse en un esfuerzo enfangado que parecía no tener propósito ni final, de manera que cuando creía haber descargado de la fosa una cantidad nada desdeñable de tierra fuera de ella, por el rabillo del ojo percibía la masa amorfa de barro que resbalaba hacia el interior, de regreso. Casi me parecía escuchar una risita burlesca proveniente del fango entre el sonido aullador del viento, el repique de la lluvia contra las palas y la respiración agitada de mis compañeros. No era la mejor noche para enterrar un cuerpo y menos de aquella manera. No era la mejor noche para embarcarse en un crimen. No era la mejor noche, simplemente. El cuerpo de Miguel reposaba a un lado de la fosa, entre un par de arbustos sarmentosos, aunque apenas si conseguía distinguirlo con los ojos anegados por el agua de la lluvia y las lágrimas. No me avergonzaba llorar, máxime porque ninguno de los otros estaba en condiciones de notarlo. Lo que sí me preocupaba era el cansancio que parecía apoderarse de mí con cada palada y el ahogo que comenzaba a sentir, que obviamente atribuí al esfuerzo físico que estaba realizando. Por suerte había dejado de fumar un año antes, aunque era curioso que me viniera a la mente un rasgo de temporalidad porque hacía ya mucho que había perdido la noción del tiempo y me era imposible determinar el lapso que llevábamos cavando aquella fosa. De hecho, apenas si sentía mis manos, aferradas a la pala y a la labor de cavar con un empeño ciego, trémulo, cargado de pánico. El frío intenso que recorrió mi cuerpo fue la primera señal de alerta, pero peor fue caer en la cuenta de que mis piernas estaban atoradas a la altura de las rodillas, acercándose peligrosamente a mis muslos, enterradas en la fosa que seguíamos abriendo con denuedo febril. Mi primer intento por moverlas y sacarlas del fango fue en vano, y aquello me aterró. Entre los rugidos del viento y el agua de lluvia que anegaba mi boca, conseguí proferir un grito, alertando a mis compañeros y pidiéndoles ayuda. Fue entonces cuando noté que mis compañeros no estaban a mi lado. El último sonido que escuché fue el choque de mi cuerpo con el de Miguel, que simplemente dejaron caer sobre mí...

Santiago, 08 de Julio de 2011

5 comentarios:

  1. moraleja: mejor ir sola a enterrar a alguien.
    Entrenido su cuento, nena, y tétrico, me encantó...

    ResponderEliminar
  2. muy bueno, no me esperaba el final asi. Esos son los que te dejan plop
    escribes muy bien , Pete, Chapeau, que se pronuncia chapó.jijiji

    ResponderEliminar
  3. Jajaa, muchas gracias a las dos, besotes! :-)

    ResponderEliminar
  4. Un chorro de angustia nos empapa desde tu relato.
    Un ralámpago azaroso nos sacude hacia el final.
    Buena sacudida, una exelente narración.

    ResponderEliminar