El 4 de noviembre de 1995, el primer ministro de
Israel, Itzjak Rabin, murió asesinado fruto de un
complot de la derecha y ultraderecha
israelíes. Y en 1996, el partido laborista
(Abodá), traicionó su legado y su memoria,
perdiendo, como consecuencia de ello, las
elecciones frente al Likud de Netanyahu.
Ambos hechos son el principio del camino que
la sociedad y la política israelí emprenderían
hasta hoy, casi tres décadas después.
El asesinato de Rabin
Esa es mi tesis particular. Y esto el relato
que lo argumenta. En ese tiempo, yo vivía
en Israel y trabajaba para el Ayuntamiento de
Tel Aviv, en un centro de psicología educacional
ubicado en Yaffo. Israel estaba inmersa en el
proceso de paz que los Acuerdos de Oslo habían
refrendado con el apretón de manos de Yitzhak
Rabin y Yasir Arafat frente al presidente
norteamericano Bill Clinton. El asesinato
de Rabin, a manos de un colono ultraderechista
llamado Igal Amir, quebró en mil pedazos el
sueño de una paz entre israelíes y palestinos, y
también fue el impulso que la derecha y
ultraderecha israelíes precisaban para lograr su
objetivo: que ese sueño nunca llegara a concretarse.
El impacto que me causó la noticia dejó las imágenes
de aquella noche grabadas en mi mente. Por ese
entonces, yo vivía en el barrio de Florentin, en el sur
de Tel Aviv, con mi hermana, Marcia, y mi hija mayor,
de entonces tres años. Es decir, a distancia de la entonces
llamada Plaza de los Reyes (después Plaza Yitzhak
Rabin), ubicada en el norte de la ciudad, frente al
ayuntamiento, donde se celebraba un acto multitudinario
de celebración por los Acuerdos de Oslo.
La noticia del atentado contra Rabin se transmitió de
inmediato. Las imágenes de una cámara de seguridad,
mostrando el momento exacto de los disparos que el
primer ministro recibió por la espalda, se repitieron
una y otra vez por televisión. El asombro, compartido
por la mayoría de israelíes que veían y escuchaban la
misma noticia en ese momento, se instaló en nuestras
mentes junto a la sospecha de que el atacante debía ser,
con toda seguridad, un terrorista palestino.
Recuerdo mi extrañeza cuando, al observar el rostro
del agresor, advertí que su aspecto podía perfectamente
ser la de un israelí promedio. De hecho, una de las
primeras cosas que cruzó por mi mente, viendo
en la pantalla a la multitud que lo había apresado,
fue que el sujeto tenía mucha suerte de no estar
siendo linchado ahí mismo, pues había descargado
varios disparos contra el primer ministro y un
guardaespaldas; sin embargo, la multitud lo
mantenía solamente retenido. Después supimos
que era israelí, y comprendimos por qué no le
habían dejado ni siquiera un ojo morado. Y al
asombro del atentado se añadió el estupor por la
nacionalidad de agresor. Y el desgarro cuando,
horas después, se informó de la muerte de Rabin,
en el hospital Ijilov de Tel Aviv, a causa de la
gravedad de sus heridas. El atacante había
disparado con balas dum-dum, que se
fragmentan al interior del cuerpo, causando
gravísimos destrozos. Igal Amir se había
asegurado de que el primer ministro
no saliera vivo del atentado.
El clamor que se levantó desde el primer día
se tradujo en la frase, repetida por muchos, de
“un judío no mata a otro judío” por razones
políticas o diferencias ideológicas; pero al
margen de esa afirmación, que reflejaba la
indignación e incredulidad que la muerte de
Rabin había causado, el hecho es que el
magnicidio se estaba convirtiendo en uno de
los mayores traumas que la sociedad israelí
había vivido desde su fundación. La ya
renombrada Plaza Yitzhak Rabin se convirtió
en lugar de peregrinación, y se llenó de velas.
Aún conservo fotografías de aquellos días:
Marcia y yo concurriendo a la plaza y,
rodeadas de cientos de personas con gesto
circunspecto y entristecido, encendiendo
velas por el alma del primer ministro asesinado
como represalia a su firma de paz con los
palestinos. Rabin no siempre había sido proclive
a esta idea. El paso de los años y la madurez lo
llevaron a la comprensión de que mientras no
hubiera un compromiso de respeto mutuo y de
convivencia pacífica con los palestinos, Israel
nunca viviría en paz. La Historia del Estado de
Israel, desde 1948, así lo había demostrado.
La muerte de Rabin, el juicio de Igal Amir y el
triunfo de Netanyahu
En medio aún del shock emocional y político,
Israel debió afrontar dos acontecimientos
importantes: un gobierno provisional con
Simon Peres a la cabeza (convirtiéndose
además en candidato a las elecciones del
año siguiente) y el juicio por magnicidio
de Igal Amir. El gobierno de Peres terminó
tras las elecciones generales de mayo de 1996,
cuando perdió frente a Netanyahu (51% - 49%)
e Igal Amir había sido sentenciado en marzo de
ese mismo año a cadena perpetua (en Israel no
existe la pena de muerte a excepción de jerarcas
nazis del régimen hitleriano), que incluía 6 años
adicionales por los disparos que hirieron al
guardaespaldas de Rabin, herido en el atentado.
Ambos hechos estuvieron íntimamente relacionados
y, a mi juicio, los resultados de ambos tienen también
mucho que ver con la evolución política y social de
Israel hasta el día de hoy.
Una de las cosas que, en su momento, provocó en mí
un profundo desconcierto fue el silencio, desde Abodá
(el partido de Rabin y Peres), con respecto al brutal
asesinato del primer ministro. Un crimen inserto en
un contexto sociopolítico sobrecargado que,
sin embargo, nunca salió a colación, ni siquiera durante
el juicio de Igal Amir. Pues pese al clima de odio
(incluyendo amenazas de muerte) con que el Likud y
Netanyahu impregnaron sus discursos, tachando a Rabin
de traidor por su auspicio a los Acuerdos de Oslo y por
defender la paz con Yassir Arafat y el pueblo palestino,
el juicio solo giró en torno a la personalidad “narcisista”
del asesino; como si, en lugar de tratarse de un colono
imbuido del espíritu violento de la derecha y ultraderecha
israelíes, hubiera sido un alienígena caído de otro planeta;
es decir, el típico “lobo solitario” totalmente ajeno a la
narrativa de odio que se respiraba en Israel en aquellos días
contra Rabin y los Acuerdos de Oslo. Y, como si esto fuera
poco, el Likud (partido de derecha, encabezado por
Netanyahu) exigió a Simon Peres y a Abodá no caer en la
“indignidad de usar la muerte de Rabin con fines
electorales”. Así las cosas, por razones que aún intento
dilucidar, Abodá corrió un tupido velo con el magnicidio de
uno de los suyos y principal promotor de la paz con los
palestinos y, durante el período electoral, borró a Rabin y
a su legado de la Historia reciente de Israel. Con el
resultado ya enunciado: el Likud, con Netanyahu a la
cabeza, ganó las elecciones en 1996. En conclusión, la
brutal muerte de Rabin fue en vano. Y con él, murieron
también dos hechos fundamentales: uno, que la sociedad
israelí hiciera una profunda y necesaria autocrítica, y un
análisis con respecto hacia dónde se dirigía a nivel político
y humano; y dos, la pérdida irreparable, hasta el día de hoy,
de un acuerdo de paz con el pueblo palestino.
Así las cosas, el asesinato de Rabin, hace casi treinta
años, fue un punto de inflexión en la sociedad israelí
totalmente desperdiciado. Un crimen de esas
características debió remecer la conciencia de
millones de israelíes, pero no fue así. La derecha y la
ultraderecha movieron muy bien sus cartas, no solo
cultivando la desconfianza y el desprecio contra el
palestino (siempre presentado como una amenaza y
un enemigo) en la sociedad israelí, sino incluso
pactando con Hamas una violencia indefinida (y la
llegada puntual del dinero de Qatar desde bancos
israelíes) que beneficiaba a ambos bandos.
Netanyahu conseguiría dos cosas: mantener a los
israelíes girando en torno al candente tema de la
seguridad interna, y dividir a los palestinos entre
la Autoridad Palestina (Cisjordania) y Hamas
(Gaza), lo que haría imposible un Estado Palestino
único y, por ende, la vía de los Dos Estados, uno
palestino y otro israelí. Por su lado, Hamas lograba
mantener un gobierno totalitario (sin oponentes
políticos) en Gaza desde 2006, en constante lucha
contra el enemigo israelí. La perfecta simbiosis.
Desde hace casi tres décadas y hasta el día de hoy,
en Israel la radicalización derechista, tanto a nivel
político como religioso, ha ido paulatinamente en
aumento. En ese tiempo, la mayoría social se volcó
hacia el individualismo neoliberal, la indiferencia
(en el mejor de los casos) a los derechos de los
palestinos, y la normalización de una situación de
apartheid en la que los gazatíes han vivido desde
2002 (cuando comenzó la construcción del muro),
mientras Cisjordania vive bajo un gobierno palestino
que, de facto, no tiene mayor poder; no, al menos,
al nivel del riguroso control administrativo y militar
que ostenta Israel sobre esa región. Y bajo el asedio
y amenaza constante de los colonos armados que,
día a día, han ido ocupando violenta e ilegalmente
tierras palestinas con sus asentamientos.
La guerra actual contra Gaza y el sur del Líbano,
gatillada por el horrible atentado terrorista de Hamas
del 7 de octubre de 2023, con las consecuencias que
todos conocemos (no puede ser más actual, ni estar
más documentado a todo nivel) es, desde mi punto
de vista, el epílogo más triste, siniestro y vergonzoso
çimaginable de un conflicto que comenzó con el
asesinato de un hombre que, hace casi treinta años,
defendió el camino de la paz entre israelíes y palestinos,
pero las fuerzas más oscuras de Israel lo eliminaron de
la faz de la tierra.