Una tórrida mañana cualquiera en Tel
Aviv, a principios de Junio. Me dirijo a mis clases de hebreo en el
Ulpan Akademai. Mi hija ha quedado ya a buen recaudo en su gan
(jardín infantil) y yo repaso mentalmente el texto que deberé
disertar ante mis compañeros, la mayoría procedentes de la ex-Unión
Soviética. El autobús llega repleto, como siempre a esas horas de la
mañana. Una aleación de cuerpos jóvenes y viejos, en ropa ligera y
manga corta, pues todos sabemos que si ya hace calor a esas horas,
más tarde estaremos sudando la gota gorda.
Me acomodo junto a otros pasajeros, de
pie, tomada del pasamano más cercano. No anticipo nada especial para
ese día: mis clases, la interesante y agradable interacción con mis
compañeros, el regreso a casa a la hora del almuerzo, el descanso
escuchando música o viendo noticias junto a mi hermana para luego
ponernos en marcha al gan, donde recogemos a mi niña y paseamos por
la Nahalat Beniamin y sus alrededores. Un día más, una mañana más.
Hasta que mis ojos se posan en un
brazo. El de la mujer que está de pie junto a mí, agarrada del
respaldo del asiento ocupado que tiene frente a ella. Un brazo de
persona anciana, delgado, muy delgado, pálido, arrugado, más
cercano a la blanca pátina de la muerte que al cálido fulgor de la
vida. Un brazo viejo, común e irrelevante... salvo por esos números
tatuados en tinta azul perenne.
Mis ojos se clavan por largos segundos
sobre aquella visión, trasladando mi mente hacia otras visiones
fáciles de imaginar e innecesarias de reproducir. El arraigado
sentido de la buena educación me sacude y me obliga a mirar hacia
otro lado, con el fin de no importunar a la dueña de aquel brazo, de
aquellos números que un día incrustaron en su piel joven y lozana,
como preámbulo de lo que, probablemente, sería la experiencia más
aterradora e inolvidable de su vida.
Mi curiosidad se reactiva. Debo mirar
su rostro. Debo ver sus ojos, su mirada... La cercanía impuesta por
el autobús lleno de pasajeros y el recorrido, largo hasta mi destino
(y, esperaba, el de ella) eran mis más preciados cómplices. Tenía
tiempo para contener mis impulsos y, pacientemente, encontrar el
mejor movimiento para contemplar, con el mayor disimulo posible, ese
rostro que se encontraba a apenas unos centímetros de mí, a mi
derecha.
No fue tan difícil. Apenas unos
segundos después, ahí estaba. Pelo canoso, vetado en blanco y gris
plata; rostro muy blanco, surcado por arrugas, nariz pequeña y
labios marchitos. Y en sus pequeños ojos azules, una mirada adusta y
lejana, esperable en quien ha pisado el infierno y ha vuelto para
contarlo, pero no desea hacerlo.
Allí, de pie, en esa Tel Aviv
maravillosa pero también cruel, que le niega el asiento del autobús a
una sobreviviente del Holocausto...
Santiago, 27 de Octubre de 2014
Muy conmovedor el cuento y muy bien escrito. es para dejar reflexionando.. Felicitaciones!!
ResponderEliminarmuy bueno y tan sencillo como triste...Gracias x compartir
ResponderEliminarHermoso, lleno de la compasión que falta cada vez a más gente...
ResponderEliminartriste la falta de conciencia, la separación entre unos...
ResponderEliminarlindo su cuento, nena.
tu talento para narrar, tu empatía, que enorme aporte!!!
ResponderEliminarMuchas gracias, Adriana, un abrazo apretado <3
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