lunes, 16 de enero de 2012

Manifiesto...


De joven, tenía todo muy claro. A mis veinticinco años, no dudaba, sabía exactamente lo que quería y si no sabía cómo lograrlo lo descubría. No le temía al factor sorpresa ni a las consecuencias, me sentía perfectamente capaz de enfrentar cualquier obstáculo que se opusiera a mis anhelos. Confiaba en mi intelecto y no cultivaba con demasiado interés mi intuición, pues consideraba que mi inteligencia era el arma más poderosa que podía utilizar contra las diatribas que la vida me presentara. Me sentía fuerte, decidida y hasta temeraria. Todo tenía solución y todo era posible, sólo había que encontrar la llave que abriera la siguiente puerta y de ahí el recoveco que me llevara hacia el siguiente sendero. Y siempre, después del túnel, venía la luz. El tiempo transcurría sin que yo lo notara, y muy raramente (por no decir nunca) me dedicaba a hacer balance. Era tenaz, apasionada, vehemente, y obstinada cuando lo sentía necesario. Y si bien intentaba tener presentes los sentimientos o intereses de otras personas de mi alrededor en el caso de que mis acciones los afectaran de algún modo, era más bien torpe a la hora de reconocerlos y no siempre acertaba. Amaba con pasión y odiaba con la fuerza del trueno. Era un diamante en bruto, con muchas aristas por pulir, y poseedora de una energía que entonces parecía inagotable. Construía sin saber que lo estaba haciendo, y aunque no todo lo que entonces edifiqué en mi cuerpo y en mi espíritu se mantuvo en el tiempo, el recuerdo de todas esas hazañas son parte indeleble de mi vida.


Hoy, a mis cuarenta y seis años descubro que la mayoría de los seres humanos podría describirse, a los veinticinco, exactamente igual a como lo he hecho más arriba. Y que todos, sin excepción, superados los cuarenta, somos auténticos sobrevivientes de esos años... El resultado acrisolado de una época de candor y determinación, muchas veces ciegos, que finalmente ha apaciguado el fuego con experiencia y alimentado el amor a la vida con intuición y con mayor entendimiento. No tengo todas las respuestas, pero ya no me molestan las preguntas. Sé, socráticamente, que nada sé, pero he aprendido a ser feliz entre el desconcierto y el descubrimiento. Amo con mayor ternura, aunque la pasión persiste bajo la piel con intensidad de flor que se sabe frágil. Valoro la vida tal como es, porque sé que es apenas un suspiro en la inmensidad del Cosmos. No me planteo grandes metas ni aspiro a salvar el mundo, pues ya sé que, de alguna misteriosa manera, contribuyo a la felicidad de alguien, aunque al mismo tiempo le provoque úlceras a más de uno. No me interesa que me comprendan, ya no es una de mis grandes aspiraciones, pero disfruto abriendo mis canales de conocimiento y me alegra saber que alguien lee mis escritos, porque la comunicación con el otro (y llegar a ser uno en ese momento sublime que es sentirse contectado a alguien o a algo y que suele durar muy poco) es aún motivo de sorpresas y aprendizajes para mí. Sigo teniendo un alto respeto por mi inteligencia, pero ahora privilegio los dictados de mi corazón y de mi intuición. He amado, pensado, sentido, reído, llorado, leído, escrito, escuchado, hablado y elucubrado hasta la saciedad, pero sé que aún me queda un largo camino de vivencias y sensaciones, y pienso disfrutarlo minuto a minuto...


Santiago, 16 de Enero de 2012