lunes, 4 de noviembre de 2024

A casi 30 años del asesinato de Itzjak Rabin, primer ministro de Israel

 



El 4 de noviembre de 1995, el primer ministro de

Israel, Itzjak Rabin, murió asesinado fruto de un

complot de la derecha y ultraderecha

israelíes. Y en 1996, el partido laborista

(Abodá), traicionó su legado y su memoria,

perdiendo, como consecuencia de ello, las

elecciones frente al Likud de Netanyahu.

Ambos hechos son el principio del camino que

la sociedad y la política israelí emprenderían

hasta hoy, casi tres décadas después.


El asesinato de Rabin


Esa es mi tesis particular. Y esto el relato

que lo argumenta. En ese tiempo, yo vivía

en Israel y trabajaba para el Ayuntamiento de

Tel Aviv, en un centro de psicología educacional

ubicado en Yaffo. Israel estaba inmersa en el

proceso de paz que los Acuerdos de Oslo habían

refrendado con el apretón de manos de Yitzhak

Rabin y Yasir Arafat frente al presidente

norteamericano Bill Clinton. El asesinato

de Rabin, a manos de un colono ultraderechista

llamado Igal Amir, quebró en mil pedazos el

sueño de una paz entre israelíes y palestinos, y

también fue el impulso que la derecha y

ultraderecha israelíes precisaban para lograr su

objetivo: que ese sueño nunca llegara a concretarse.


El impacto que me causó la noticia dejó las imágenes

de aquella noche grabadas en mi mente. Por ese

entonces, yo vivía en el barrio de Florentin, en el sur

de Tel Aviv, con mi hermana, Marcia, y mi hija mayor,

de entonces tres años. Es decir, a distancia de la entonces

llamada Plaza de los Reyes (después Plaza Yitzhak

Rabin), ubicada en el norte de la ciudad, frente al

ayuntamiento, donde se celebraba un acto multitudinario

de celebración por los Acuerdos de Oslo.


La noticia del atentado contra Rabin se transmitió de

inmediato. Las imágenes de una cámara de seguridad,

mostrando el momento exacto de los disparos que el

primer ministro recibió por la espalda, se repitieron

una y otra vez por televisión. El asombro, compartido

por la mayoría de israelíes que veían y escuchaban la

misma noticia en ese momento, se instaló en nuestras

mentes junto a la sospecha de que el atacante debía ser,

con toda seguridad, un terrorista palestino.


Recuerdo mi extrañeza cuando, al observar el rostro

del agresor, advertí que su aspecto podía perfectamente

ser la de un israelí promedio. De hecho, una de las

primeras cosas que cruzó por mi mente, viendo

en la pantalla a la multitud que lo había apresado,

fue que el sujeto tenía mucha suerte de no estar

siendo linchado ahí mismo, pues había descargado

varios disparos contra el primer ministro y un

guardaespaldas; sin embargo, la multitud lo

mantenía solamente retenido. Después supimos

que era israelí, y comprendimos por qué no le

habían dejado ni siquiera un ojo morado. Y al

asombro del atentado se añadió el estupor por la

nacionalidad de agresor. Y el desgarro cuando,

horas después, se informó de la muerte de Rabin,

en el hospital Ijilov de Tel Aviv, a causa de la

gravedad de sus heridas. El atacante había

disparado con balas dum-dum, que se

fragmentan al interior del cuerpo, causando

gravísimos destrozos. Igal Amir se había

asegurado de que el primer ministro

no saliera vivo del atentado.


El clamor que se levantó desde el primer día

se tradujo en la frase, repetida por muchos, de

“un judío no mata a otro judío” por razones

políticas o diferencias ideológicas; pero al

margen de esa afirmación, que reflejaba la

indignación e incredulidad que la muerte de

Rabin había causado, el hecho es que el

magnicidio se estaba convirtiendo en uno de

los mayores traumas que la sociedad israelí

había vivido desde su fundación. La ya

renombrada Plaza Yitzhak Rabin se convirtió

en lugar de peregrinación, y se llenó de velas.

Aún conservo fotografías de aquellos días:

Marcia y yo concurriendo a la plaza y,

rodeadas de cientos de personas con gesto

circunspecto y entristecido, encendiendo

velas por el alma del primer ministro asesinado

como represalia a su firma de paz con los

palestinos. Rabin no siempre había sido proclive

a esta idea. El paso de los años y la madurez lo

llevaron a la comprensión de que mientras no

hubiera un compromiso de respeto mutuo y de

convivencia pacífica con los palestinos, Israel

nunca viviría en paz. La Historia del Estado de

Israel, desde 1948, así lo había demostrado.


La muerte de Rabin, el juicio de Igal Amir y el

triunfo de Netanyahu


En medio aún del shock emocional y político,

Israel debió afrontar dos acontecimientos

importantes: un gobierno provisional con

Simon Peres a la cabeza (convirtiéndose

además en candidato a las elecciones del

año siguiente) y el juicio por magnicidio

de Igal Amir. El gobierno de Peres terminó

tras las elecciones generales de mayo de 1996,

cuando perdió frente a Netanyahu (51% - 49%)

e Igal Amir había sido sentenciado en marzo de

ese mismo año a cadena perpetua (en Israel no

existe la pena de muerte a excepción de jerarcas

nazis del régimen hitleriano), que incluía 6 años

adicionales por los disparos que hirieron al

guardaespaldas de Rabin, herido en el atentado.

Ambos hechos estuvieron íntimamente relacionados

y, a mi juicio, los resultados de ambos tienen también

mucho que ver con la evolución política y social de

Israel hasta el día de hoy.


Una de las cosas que, en su momento, provocó en mí

un profundo desconcierto fue el silencio, desde Abodá

(el partido de Rabin y Peres), con respecto al brutal

asesinato del primer ministro. Un crimen inserto en

un contexto sociopolítico sobrecargado que,

sin embargo, nunca salió a colación, ni siquiera durante

el juicio de Igal Amir. Pues pese al clima de odio

(incluyendo amenazas de muerte) con que el Likud y

Netanyahu impregnaron sus discursos, tachando a Rabin

de traidor por su auspicio a los Acuerdos de Oslo y por

defender la paz con Yassir Arafat y el pueblo palestino,

el juicio solo giró en torno a la personalidad “narcisista”

del asesino; como si, en lugar de tratarse de un colono

imbuido del espíritu violento de la derecha y ultraderecha

israelíes, hubiera sido un alienígena caído de otro planeta;

es decir, el típico “lobo solitario” totalmente ajeno a la

narrativa de odio que se respiraba en Israel en aquellos días

contra Rabin y los Acuerdos de Oslo. Y, como si esto fuera

poco, el Likud (partido de derecha, encabezado por

Netanyahu) exigió a Simon Peres y a Abodá no caer en la

“indignidad de usar la muerte de Rabin con fines

electorales”. Así las cosas, por razones que aún intento

dilucidar, Abodá corrió un tupido velo con el magnicidio de

uno de los suyos y principal promotor de la paz con los

palestinos y, durante el período electoral, borró a Rabin y

a su legado de la Historia reciente de Israel. Con el

resultado ya enunciado: el Likud, con Netanyahu a la

cabeza, ganó las elecciones en 1996. En conclusión, la

brutal muerte de Rabin fue en vano. Y con él, murieron

también dos hechos fundamentales: uno, que la sociedad

israelí hiciera una profunda y necesaria autocrítica, y un

análisis con respecto hacia dónde se dirigía a nivel político

y humano; y dos, la pérdida irreparable, hasta el día de hoy,

de un acuerdo de paz con el pueblo palestino.


Así las cosas, el asesinato de Rabin, hace casi treinta

años, fue un punto de inflexión en la sociedad israelí

totalmente desperdiciado. Un crimen de esas

características debió remecer la conciencia de

millones de israelíes, pero no fue así. La derecha y la

ultraderecha movieron muy bien sus cartas, no solo

cultivando la desconfianza y el desprecio contra el

palestino (siempre presentado como una amenaza y

un enemigo) en la sociedad israelí, sino incluso

pactando con Hamas una violencia indefinida (y la

llegada puntual del dinero de Qatar desde bancos

israelíes) que beneficiaba a ambos bandos.

Netanyahu conseguiría dos cosas: mantener a los

israelíes girando en torno al candente tema de la

seguridad interna, y dividir a los palestinos entre

la Autoridad Palestina (Cisjordania) y Hamas

(Gaza), lo que haría imposible un Estado Palestino

único y, por ende, la vía de los Dos Estados, uno

palestino y otro israelí. Por su lado, Hamas lograba

mantener un gobierno totalitario (sin oponentes

políticos) en Gaza desde 2006, en constante lucha

contra el enemigo israelí. La perfecta simbiosis.


Desde hace casi tres décadas y hasta el día de hoy,

en Israel la radicalización derechista, tanto a nivel

político como religioso, ha ido paulatinamente en

aumento. En ese tiempo, la mayoría social se volcó

hacia el individualismo neoliberal, la indiferencia

(en el mejor de los casos) a los derechos de los

palestinos, y la normalización de una situación de

apartheid en la que los gazatíes han vivido desde

2002 (cuando comenzó la construcción del muro),

mientras Cisjordania vive bajo un gobierno palestino

que, de facto, no tiene mayor poder; no, al menos,

al nivel del riguroso control administrativo y militar

que ostenta Israel sobre esa región. Y bajo el asedio

y amenaza constante de los colonos armados que,

día a día, han ido ocupando violenta e ilegalmente

tierras palestinas con sus asentamientos.


La guerra actual contra Gaza y el sur del Líbano,

gatillada por el horrible atentado terrorista de Hamas

del 7 de octubre de 2023, con las consecuencias que

todos conocemos (no puede ser más actual, ni estar

más documentado a todo nivel) es, desde mi punto

de vista, el epílogo más triste, siniestro y vergonzoso

çimaginable de un conflicto que comenzó con el

asesinato de un hombre que, hace casi treinta años,

defendió el camino de la paz entre israelíes y palestinos,

pero las fuerzas más oscuras de Israel lo eliminaron de

la faz de la tierra.

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